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SIESTA

Había algas, pero no eran verdes sino amarillas, y estaban coronadas de nata y se batían al viento contra la espalda de alguien, como semen de un gigante. Luego estaba un hombro solo, como escorado, como siendo la última parte de algo que ya está hundido, batiéndose con el vaivén de las olas como un madero de balsa. /Yo era otro y acercaba mi quijada al pelo oscuro que se regaba por el canal de la espalda. La piel hervía. /Y unas sábanas escapaban por el aire y seguían el sendero al filo de un acantilado, dando bandazos a derecha e izquierda, como si fueran una bici. /una boca gritaba contra el vidrio, una boca roja, hinchada como vulva. El vidrio era uno de los lados de un cubo que bajaba una ladera golpeando sus esquinas. Se las limaba y terminaba en una burbuja en un océano de hierba. /despertaba del sueño dentro del sueño y debajo del sudor de una cara que se pegaba contra mi mentón. «Ya, ya, sácame del agua», decía la boca, que era tuya. Te daba vuelta y me hundía en ti y salía al aire, solo. A un espacio en la nada, desierto, sin tierra ni cielo. Desnudo y erecto. Empapado. Y allá muy lejos, un espectro de horizonte: otra vez aquel amarillo como nata, que oscilaba, y unos brazos, unas manos, que se hundían sin estremecerse.